Un domingo, ya lejano, al fasto evento, papá me engatusó con enseñarme unos antiguos cañones, si le acompañaba al Cuartel de la Montaña y, pensando en las golosinas que compraría en casa del señor Genaro, esta vez sin refunfuñar me dispuse para acompañarle. Vestía un uniforme, con pantalón de montar y botas de caña alta, que le confería una dignidad y porte acordes con la admiración y el cariño que le tenía. Durante el trayecto en el Metro, pregunté por cuantas cosas y reflejos veía a través de la caleidoscópica ventana. Sin perder la paciencia, respondía a todas las preguntas:
—Esos tubos negros ¿de qué son?
—Son cables de teléfono.
—Y esa luz verde ¿qué es?
—La ponen verde cuando podemos pasar y roja cuando hay algún obstáculo y no se puede pasar.
Con el interrogatorio en el infinito, llegamos ante una ligera loma, sobre la que se alzaba un robusto edificio. Pasamos por un enorme frontispicio, sobre el que se leía: «Todo por la Patria », a un amplio portal y, subiendo la suntuosa escalera de mármol, accedimos a la primera planta. Allí, me dejó al cuidado de un guardia, mientras entraba a despachar en uno de los gabinetes que daban al vestíbulo. Asomándome a un balcón que daba a un patio cuadrangular, pude contemplar los antiguos cañones que adornaban cada una de sus equinas y lo que más me impresionó fue la limpieza. Estaba inmaculado.
La visita al Cuartel de La Montaña no me había gustado y, al regreso, comprendí que a mi padre tampoco le había sentado bien, porque no sólo se olvidó de enseñarme los cañones, sino que su mirada se perdía con frecuencia en la negrura del túnel, mientras su cálida mano acariciaba mi mejilla. El efecto caleidoscópico que otras veces hiciera la ventana del Metro, lo transportó a los tejados de este mismo cuartel y, desde el recuerdo, veía cómo a los hombres de Cuatro Caminos se les unían los de otros rincones de Madrid para esperar, en la inmediaciones del cuartel, al solitario cañón y al único avión con los que, al término de otro domingo como el de hoy, cañonearon y bombardearon el recinto que los soldados rebeldes y falangistas de Fanjul custodiaban. El pueblo, enfurecido, se había visto en la inevitable obligación de pedir armas al Gobierno para defender a la República del cerco que, durante años anteriores, fueron tejiendo las gentes de derechas y que, en ese mismo día, se estaba materializando con el levantamiento de las tropas africanas de Franco. Después de que el cañón disparó, la gente se lanzó, codo con codo, hacia el interior del edificio y, con el empuje de sus cuerpos, conquistaron el recinto para mayor gloria del incipiente V Regimiento, nacido en la Glorieta de Cuatro Caminos. Para los fascistas fue una resistencia infatuada, para mi padre una derrota del alma. Pues, para escapar del ardor y coraje que a los asaltantes les diera saberse portadores de las primeras armas que el gobierno entregaba al pueblo para defender la legalidad, tuvo que enfundarse el mono manchado de sangre de un falangista muerto, y así pasar desapercibido entre una pila de cadáveres que había en el patio de armas. El hedor de la sangre reseca mezclada con el del sudor que en vida desprendieran, le hizo perder el sentido. Cuando volvió en sí, los asaltantes estaban limpiando el patio de todos los humores derramados y que la derrota del fascismo exigía. Lo cogieron por los hombros y los pies y, después de balancearlo, lo lanzaron al interior del cajón de un desvencijado camión. El duro golpe de la cabeza contra los herrajes volvió a dejarlo inconsciente. Cuando tomó conciencia de la situación en que se encontraba, se liberó como pudo del peso que le aprisionó. Esperó a que el camión tomara una curva cerrada, para saltar con la energía y agilidad que a su cuerpo de atleta le quedaba. Para protegerse y pensar qué decidir, se refugió en una embajada desde la que se integró más tarde como teniente en el Ejército Rojo donde militó hasta el 28 de marzo de 1939, fecha en que el Ejército de Franco entró en Madrid. Lo destituyeron, encarcelaron y juzgaron por sedicioso en un Procedimiento Sumarísimo de Urgencia que, milagrosamente, fue sobreseído el 31 de julio por la influencia de su amigo Luis —que militó en zona Nacional—, y por la condecoración concedida en 1935. Demasiadas y confusas decisiones para su estrecha y recta conciencia, en la que sólo cabía la sinceridad, austeridad y rigor. Entre tanto lance, idas y venidas, los mecanismos de autoestima, en los que se sustenta la seguridad de uno en sí mismo, quedaron bien maltrechos.
La inercia del Metro al parar en una de las estaciones le devolvió a la realidad de sus rutilantes estrellas de teniente.
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