El secreto de Don Manuel ®




Foto de D. Manuel Molina


Los membrillos y gamboas expedían su aroma por toda la comarca de las sierras Subbéticas, en particular por la falda de la altiva y agreste Tiñosa. El duende de la Milana había hecho explotar el acuífero como era  habitual en los años de abundantes lluvias. Don Manuel caminaba por la carretera mientras leía, como era su costumbre, acompañado de sobrinos que, como los perrillos, correteaban los misterios del camino buscando la sorpresa de lo inesperado, y encontraron la covacha recubierta de fino musgo donde el manantial del acuífero brota con agua pura y cristalina, y los niños no pudieron dejar de beber hasta saciarse. El dejó de leer y, viendo el alboroto que se había formado, exclamó: ¡Daos prisa, que la noche está al caer y aún nos queda un buen trecho! Continuó andando, leyendo y dejando secar el pañuelo mientras braceaba. Cuando llegaron a la casa de tres plantas que, en el centro del pueblo, ocupa casi toda la manzana, la gruesa puerta de nogal con aldabones dorados que recrean la mano de Fátima se abrió de par en par y don Manuel entró con el mayor de los sobrinos en el portal que, en las reformas que hizo cuando la compró, procuró que una cristalera lo separara del patio ajardinado y alineó con el comedor para que entre ambos espacios le permitiera pasear leyendo. En el centro del jardín había forzado la conservación de una palmera enorme y estéril. Su austero dormitorio lo había hecho instalar en una pequeña sala situada entre la escalera de mármol y la puerta enteriza de nogal. Con esta distribución evitaba subir a otras plantas de la casa, incluso para asearse en el cuarto de baño, pues a diario se hacía el lavado del gato en el comedor, dejando a la intemperie un bello negro y áspero.
Don Manuel, para sí, había entrado en una etapa de la vida en la que ya nada le era desconocido o ajeno y había escrito, con letra casi ilegible, en el margen de un libro titulado El diablo y Dios de  Sartre, un poema:
                                                        
Venimos de la Nada 
y de la Nada salimos 
con ilusiones intactas
para empapar la esponja 
con que lavar la Vida 
de batallas cruentas y
de antemano pérdidas
   una tras otra
hasta agotar la esencia 
que otorgó la Nada;
la Nada que renueva 
la lucha por la Vida
que es nada de Nada.

La  vida que hacía no tenía nada que envidiar a la de una naturaleza muerta.
Hostigado por su cuñado Eulogio, quien lo conocía de la cabeza a los pies, tomó durante el servicio militar el hábito del estudio meticuloso, y antes de la Guerra Civil había alcanzado la Magistratura Judicial y, al término de ella, la plaza de Registrador de la Propiedad con el número uno de la promoción. Su conocimiento del Derecho Mercantil e Hipotecario le había granjeado la admiración de sus paisanos y era una referencia en estas materias, incluso para el Rector de la Universidad de Sevilla que, a veces, le consultaba. Salvo Eulogio, nadie entendía sus manías, no eran pocas; rascarse la cabeza  cuando algo le preocupaba o cuando se paraba y fijaba la atención sobre el florero de margaritas de papel polvorientas que a nadie, nunca, dejó tocar o en  la estéril palmera que apesadumbraba al patio. El florero pretendía ornamentar un taquillón sobre el cual pendía de la pared un espléndido óleo de Carlos IV de la escuela de Goya, y parecía que gobernara y vigilara con sus ojos de lechuza todo cuanto acontecía en el universo de don Manuel, incluyendo los bienes que “desamortizaba”, según  su templada generosidad, en cada miembro de su parentela. Nadie entendía estas inusuales transacciones y mucho menos los criterios de  distribución de la pecunia o las propiedades, y las dádivas  instilaban  celos y envidias  entre los miembros de la familia, pero lo que pensaba don Manuel iba a misa.
La tarde escueta de septiembre era ya noche. El sobrino admiraba a don Manuel, aunque le llamara Mameluco de vez en cuando. Le quería y algunas tardes le hacía compañía. Le gustaba ver las enormes estanterías repletas de libros de segunda mano y, sobre todo, los descomunales periódicos encuadernados con pastas de cuero que, cuando los leía, ocupaban por completo la mesa del comedor que utilizaba para todo uso, incluso de despacho. En esta tarde , cuando el niño  liaba los seis cigarros  que fumaba en la noche, pegando filo con filo los extremos del papel de arroz, llamaron al timbre de la casa y el sobrino se levantó para abrir. En el portón había dos monjas de hábito negro, con tocas inmaculadamente blancas y almidonadas, y un señor bajo con traje oscuro y corbata negra que, por la verruga de su mejilla y su exuberante papada,  lo identificó con el Cacerolo. Volvió a la sala corriendo y explicó quiénes eran. Sin dejar de leer el volumen del periódico Imparcial, ordenó:
—A las “señoras” les dices que se vayan, que no tenemos dineros, y a don Antón, que le veré en el Casino.
 Cuando transmitió lo que había dicho, las señoras salieron espantadas del portón, y el señor disimuló sus quebrantos por lo que había oído, mirando los magníficos azulejos a la cuerda que, con sus arabescos de encontrados reflejos, cubrían el zócalo.
Cuando don Antón acariciaba el tirador  de la puerta, Eulogio agarraba la mano de Fátima y, en el encuentro, Eulogio decidió acompañarle; mas tarde volvería para comentar las incidencias del día en el casino; a la noche de don Manuel le quedaban cuatro cigarros para espirar y seguiría leyendo y anotando en los márgenes de la letra impresa.
La calle estaba atiborrada de olores que, a veces, se confunden con los sabores: ácidos y amargos en la cercanía de la almazara; agrio en la de la tienda del Vinagre y embriagador en la droguería. El aire se removió y un hedor a podredumbre  invadió toda la esquina e  hizo tapar la nariz a los transeúntes para no inhalarlo. No se sabe si se debía a la falta de higiene o al cáncer de boca que padecía la vecina o a ambas cosas. Eulogio marchaba algo rezagado respecto al acompañante que tenía estudios y en la época era señal de respeto y como correspondía, don Anton rompió el silencio que llevaban:
— Qué vida tan extraña lleva tu cuñado y cuántas manías tiene, las que mas llaman la atención son la de las margaritas y la veneración que tiene por esa palmera del patio y ¿qué me dices?, de la antiestética puerta en el suelo del comedor que no arregló cuando hizo la reforma. Todo es muy raro, ¿verdad, Eulogio? Con la fortuna que tiene, nada está a su nombre. No se que pensar, en el fondo tengo celos por cuanto sabe, pero no me cambiaria nunca por él; sus manías son inaceptables —Habían pasado por la Plaza y Eulogio seguía callado. Continuó— ¿Qué secreto habitará en su alma que tantas rarezas alimenta? Eulogio, tú debes saber algo, ¿qué dices de todo esto? Habla, hombre, que no he de decir nada a nadie, soy su amigo desde que hicimos el Bachiller en Cabra.
— Tú lo sabes también como yo. La marquesa de Baena se divorció de él cuando la Republica porque de tanto estudiar no podía tener hijos, eso dicen, y del añorado matrimonio conserva flores de la boda, el lagar que hay en el sótano y el óleo de un pintor baenense cuyo espíritu gobierna la casa; son objetos que alcanzaron la categoría de recuerdo perpetuo y, en tiempos pasados, le dieron la vida.


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