La maraña

            Había descargado en la cocina las compras para el fin de semana, y la mañana primaveral de este día de invierno invitaba a tomar el sol por los alcores de Mairena donde vivía Guanín.  Miró al mastín que, por alguna razón, había presentido que no participaría del paseo y reclamó su derecho tan concienzudamente ganado. Pero Guanín, a pesar de las carantoñas del perro, lo encerró en el comedor; se puso las botas y agarró el bastón dispuesto a recorrer, al menos, una de las leguas del camino viejo a Sevilla que transitara Cervantes, un día ya lejano, y que certificó en su obra El coloquio de los perros: “Y antes de que amaneciese había llegado a Mairena, un lugar que se encuentra a cuatro leguas de Sevilla”.
            El aire soplaba suave y  movía los brotes secos de las retamas, las verdes hojas de los palmitos y las ordeñadas ramas de los olivos manzanilla; el rumor hacía partitura junto a las notas de las aves que daban los últimos revuelos del día al nido. En el cielo, unas rapaces suspendidas de las isotermas describían con sentido contrario círculos placenteros; no sé si, con intención de encontrar carroña o simplemente jugaban al amor. Entre tanto, avanzaba con paso cansino hacia un horizonte envuelto en la neblina de sus cataratas, desde donde la urbe sevillana emerge con profunda indefinición. Sólo el terso espolón blanco del puente del Alamillo daba referencia del lugar. Con el resto de los sentidos en alerta, disfrutaba de la paz de silencios que el paraje orquesta para los paseantes. El cambio de brisa dulcificó las nuevas notas y advirtieron de la parada que acostumbraba a hacer ante la cancela de San Agustín, para recuperar algo de aliento. Echó de menos al mastín que, de ordinario, en estos momentos, husmea y aúlla lastimeramente, como si con sus guturales sonidos suplicara al editor-mecenas, dueño de la finca, la publicación de su canina vida.
             Continuó consumiendo lentamente el horizonte; la media legua estaba a punto de alcanzarla y los generosos troncos de los sauces, donde se cruzan los caminos de otras imaginaciones, se hicieron realidad. Se sentó respaldado por los sauces y apoyado en el cayado. La rapaces habían desaparecido y el cielo bordado por las estelas de los reactores ya no entretenía; el viento se había echado. Era el preámbulo de la noche y el sol en su ocaso de amarillos rabiosos que difuminan el cielo y rojos rugientes absorbidos por el horizonte, se despedía de un día más y, cuando los jilgueros y ruiseñores silenciaron su canto, el campo terminó de apagarse para dar paso al resplandor de la ciudad.
            Imaginó que el mastín habría terminado de marcar el final de su territorio y defecar sobre la linde de un  hacendado caballista; se levantó apoyándose en el cayado y, venciendo la inercia de los huesos y músculos entumecidos, arrancó a andar tras la primera mariposa de rojo aterciopelado, que el año nuevo le había otorgado ver como regalo, era la señal de la renovación de las aljumas que el buen tiempo apresuraba. Terminó de escalar el ligero repecho del camino, donde las chumberas florecen entre los enredos de las sedas tejidas por  arañas, y atravesó la verja que da acceso a la mansión donde se anuda la maraña de la vida.  Sonaba el teléfono, ávidamente lo desbloqueó y oyendo la invitación del amigo, se relajó, los silencios de la tarde, ahora, serían verbos y confidencias.


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