La boda


¿Qué Boda? ¿La mía? Yo no tuve boda, me la robaron.
            Apoyabala cabeza sobre las manos y los codos sobre las rodillas, como el pensador de Rodeen; los pensamientos que de ella escapaban pretendían comprender lo que ocurría en el comedor. Parecía simple y sin embargo no conseguía entenderlo: las lentejas que en la sopera de china blanca pretendían llegar a la mesa iban pasadas de cocción y la vieja sirvienta de aquella familia espeto:
    Don José, para una vez que van a servir, no se enfade.
            La hija de don José las había cocinado por primera vez y esperaba la aprobación de su guiso. No fue así y termino llorando; las lentejas volvieron a la cocina a trompicones por los torpe andares de la anciana criada.
            Me pareció tan injusta y desagradable la situación que levanté la cabeza y mirando al futuro suegro logré balbucir:
            Nos casaremos en diciembre y, poniéndome de pie, caminé hacía la puerta; la hija, toda temblorosa, me siguió y, mientras abría la puerta, pregunto:
            — ¿Qué has dicho?
    Lo que has oído: en esta casa no te tratan con el debido respeto. Y ella le besó.
            Enervado por lo sucedido, intentaba reflexinar sobre lo prometido para diciembre y  el mantenimiento de la nueva familia llego a preocuparme; me atemorizaban las nuevas responsabilidades que supondrian cargas para toda la vida y no tenía claro poder asumirlas. Con el  ánimo decaído, hacía esfuerzos para sobreponerme y meditaba sobre la nobleza que supone saberse liberador de las humillaciones que la novia soportaba con frecuencia y este consuelo quijotesco lograba reafirmar mi decisión.
            Don José, por diciembre, andaba muy ocupado vendiendo con su bejín carácter las telas de su tienda y en la solapa de la chaqueta lucia la señal de luto por su padre recientemente fallecido lo que puso de pretexto para no hacer gasto suntuario alguno y con una tarta y el dormitorio despacho los festejos de la boda de su hija.
            Después de partir la tarta, sin esperar a más, emprendí el viaje de novios cuyo destino era Palma de Mallorca. El coche utilitario que estrenaba arranco con ganas de hacer la primera parada en Cazorla donde había reservado habitación en el Parador Nacional. Tenía prisa por abrazarla y el coche se prestaba a ello. Ella callaba y, de cuando en cuando, me encendía un cigarro para que no me distrajera de la conducción del vehículo. Yo miraba de soslayo el ojo amoratado que la hermana pequeña  había golpeado con un zapato la noche antes de la ceremonia e intuía que algo no iba bien, algo quería decirme y la notaba dubitativa. ¿Qué piensas? Ella se sonrojo como una virgen recién descubierta en menesteres que no le eran propios y susurro: Me ha bajado la regla. Y aquella noche del veintiuno de diciembre fue, sin metáfora alguna, la más larga del año y no solo porque se intercambiara el plato de lentejas por un secuestro encantado de la libertad, sino por que la paciencia pasó a ser un don que, desde entonces, otorgó el destino.
            Los días pasaron en el Parador Nacional totalmente parsimoniosos, desmensuradamente bucólicos y extremadamente bellos. 
         
         


         

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